Cuenta Nigel Warburton (Una pequeña historia de la filosofía. Círculo de Lectores, Barcelona,2013) que cuando Londres estaba sufriendo los bombardeos nazis, un espía alemán se convirtió en agente doble y los ingleses pudieron hacer llegar información falsa para que creyeran que las bombas estaban cayendo demasiado al norte. Los alemanes habrían reorientado sus aparatos y en vez de caer sobre áreas muy pobladas de la ciudad, los artefactos mortíferos habrían caído más al sur, sobre Kent y Surrey; utilizando información falsa habrían salvado las vidas de unos ingleses a cambio de la muerte de otros. El gobierno por esta vez decidió no jugar a ser Dios.
Pero decisiones parecidas están detrás de asentamientos de centrales nucleares en lugares alejados de las grandes ciudades o en la ubicación de cementarios nucleares. La gravedad de la decisión se diluye porque la probabilidad del desastre es menor y por lo tanto el juego con el destino de las personas queda más mitigado; pero la carga moral sigue pendiendo sobre el que toma esa decisión; con una gran diferencia: los gobiernos tienen que tomar decisiones que inevitablemente afectan a todos los gobernados; en este caso la moral personal se supedita a la responsabilidad ante la población general del país.
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