Autores: Fernando Lalana y José María Almárcegui
Editorial: Oxford, Madrid,
2012
Ni Andrea es una chica ni los
Seiscientos son coches. Andrea es un cosmonauta de un país satélite de la URSS
que ha aterrizado en una población del Levante español; su verdadero destino era
San Remo en cuyo festival quería participar. Corría el año 1965 y en la carrera
espacial, los soviéticos todavía llevaban ventaja a los norteamericanos. Los
Seiscientos era el nombre de un grupo musical.
Tampoco tuvo tan mala suerte el
astronauta al aterrizar en esa parte de la Península Ibérica; de todos es sabido
la afición con la que en esas tierras utilizan la pirotecnia en sus fiestas y
celebraciones. Esta maestría con los fuegos artificiales le vendrá bien a
nuestro protagonista para poner de nuevo en funcionamiento el cohete espacial; la
audacia de unos y la generosidad de otros harán posible el objetivo: nada menos
que despegar de nuevo hacia su territorio particular que por alguna extraña
razón está en el espacio orbitando sobre la Tierra como una especie de luna en
miniatura.
El protagonismo coral lo completan
la pandilla de chicos que acoge al joven astronauta y el reducido grupo de
hombres maduros que se entusiasman con la idea de hacer funcionar aquel cohete
en el que llegó el extranjero.
Eran los años de plomo de la
Guerra Fría y los protagonistas más jóvenes del grupo lo vivían desde la
ingenuidad de una pandilla de adolescentes que ignoraban que la ayuda que ellos
concedían al joven astronauta les colocaba en el centro de un potencial
conflicto bélico de dimensiones planetarias.
El ambiente del relato queda
conformado por el verano, la playa, los turistas, las partidas de cartas,
excursiones en bicicleta, noches de baile en los pueblos cercanos, cines de
verano, primeros amores, grupos musicales y espías americanos y soviéticos.
Como se ha podido deducir hay
muchos planteamientos disparatados en esta historia si bien se van resolviendo
con cierto ingenio; ello hace que en todo momento se mantenga la tensión y ésta
sostenga la atención. A veces las situaciones se apoyan en equívocos que
destilan cierto humor, pero en general la inverosimilitud como denominador
común de la mayoría de las vicisitudes del relato sólo funcionan porque estamos
ante un juego cuyas reglas el lector acepta; es la complicidad que el texto
demanda si el lector quiere entretenerse, participar en el juego y disfrutar
con su lectura. No hay más pretensiones; tampoco se necesitan. (PM) Publicado en Peonza nº 108 marzo 2014
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