El investigador Rizzollati descubrió trabajando con monos
que ciertas neuronas se activaban cuando desempeñaban actividades específicas.
Algunas se activaban cuando el mono observaba a otro mono desempeñar la misma
tarea. Rizzollati las llamó “células espejo”. Es posible que existan neuronas
espejo para estados mentales como el deseo, la ira o el miedo y que esas
neuronas se activen cuando detectamos signos de dichos estados en otras
personas.
Tal sincronización podría estar en la raíz neurológica de la
telepatía, lo que significaría que nuestras habilidades descansan en una forma particular de conexión cerebral.
Investigaciones recientes muestran que somos conscientes de nuestros pensamientos porque antes desarrollamos la capacidad de imaginar los pensamientos de otras personas. Ser consciente de uno mismo significa reconocer los propios límites.
El investigador Steven Johnson en el libro Sistemas Emergentes (Turner/Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2003) cita el experimento en el que un joven chimpancé muestra su erecto miembro viril a una hembra, al mismo tiempo que lo tapa para que no lo vea el chimpancé adulto. Es decir quiere que la hembra sepa que lo atrae pero también quiere ocultar esa información al macho dominante.
Y añade el científico, para pensar de este modo se debe ser capaz de reproducir el interior del cerebro de otros primates. Si pudiera hablar la resumiría así: “ella sabe lo que pienso; él no sabe lo que pienso; ella sabe que yo no quiero que él sepa lo que pienso”.
Sólo nuestras especies más próximas y la propia mente humana somos capaces de construir teorías acerca de otras mentes.
Cuando somos capaces de proyectar en las mentes de otros, estamos alumbrando nuestra conciencia en nosotros mismos. Al reconocer nuestro límite con respecto a las otras conciencias cobramos consciencia de nosotros mismos. Es decir que somos conscientes de nuestros pensamientos porque antes desarrollamos la capacidad de imaginar los pensamientos de otras personas. Sin esos límites, seríamos conscientes del mundo en un sentido básico, pero no seríamos conscientes de nosotros mismos porque no habría nada con qué compararnos. El yo y el mundo serían indiscernibles.
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