El poder de una idea
Es posible que la idea de progreso haya sido la de mayor trascendencia en la historia de Occidente; otras fundamentales como las de libertad, justicia, igualdad o solidaridad han podido desarrollarse, en parte, gracias al caldo de cultivo que suponía aquélla; y la incardinación de todas ellas ha terminado por conformar un nuevo concepto de progreso más humanizado. En síntesis esta teoría podemos definirla como la firme creencia en que la Humanidad se ha movido, se mueve y se moverá en la dirección deseable[1]. La meta a la que se dirige sería un estado social en el que todos los habitantes del planeta llevaran una existencia feliz; es decir la utopía.
Ante esta hipótesis podemos agrupar a los individuos en tanto que protagonistas sociales según las siguientes actitudes: 1.) los que no quieren que nada cambie (inmovilistas, históricamente reaccionarios). 2.) los que no creen que se pueda cambiar nada (escépticos). 3.) los que creen que la existencia humana mejora porque es lo que ha venido ocurriendo desde el principio de la historia (conformistas, confían en el progreso). 4.) los que creen que la mejora de la realidad depende de la conciencia y de la voluntad de los hombres que la componen (inconformistas y constructivos).
Historia de la idea de progreso
Aclaremos que esta noción de progreso es relativamente reciente. Por eso no fue contemplada en la antigua Grecia donde había una creencia extendida de pérdida de una Edad de Oro anterior y de la posterior degeneración moral de la raza humana; degradación que convivía, eso sí, con una sucesión de mejoras sociales y materiales; esa Edad de Oro sería el Paraíso Perdido al que aluden las religiones que comparten la Biblia. Según estas teorías el hombre se estaría alejando cada vez más de la utopía.
Tampoco la idea de progreso formaba parte del universo mental de la creyente sociedad medieval que establecía como propósito de esta vida el asegurar la felicidad en la otra; con ese horizonte mental no se podía contemplar la mejora gradual de la sociedad terrenal considerada como una etapa de tránsito mientras llegaba el Juicio Final; que no se creía lejano.
Para el Renacimiento, la existencia humana dejaba de ser un valle de lágrimas al reivindicar como legítima la búsqueda de la felicidad en esta vida; sin embargo, su exaltación de la cultura clásica griega lo llevaba a la conclusión de que el hombre había degenerado en los últimos 1500 años. No habría pues progreso, sino decadencia en el ámbito cultural.
Fue en el s. XVII cuando Francis Bacon reivindicó la mejora de la vida humana, el acrecentamiento de la felicidad de los hombres y la mitigación de sus sufrimientos como el verdadero fin del saber. Preparaba así un nuevo clima espiritual que permitiría el desarrollo de la idea de progreso al proponer una meta, un objetivo en el horizonte histórico. Este autor formaba parte de un grupo de pensadores ingleses que consideraba perjudicial la admiración por la Antigüedad ya que al alimentar la opinión de la decadencia de la Humanidad debilitaba las esperanzas y los afanes humanos; y según estos intelectuales el esfuerzo para mejorar el mundo era un deber con la posteridad.
Así llegamos al siglo XVIII francés que será el que definitivamente proporcione argumentos sólidos que levanten la teoría del progreso. Conscientes del avance de las Ciencias extendieron la idea del progreso intelectual al progreso general del hombre. Porque ¿de qué valía el progreso de la ciencia y el conocimiento, si la vida misma no podía ser mejorada? La confianza en que el hombre y el mundo eran perfectibles, inspiró la corriente de la Ilustración, marcando un nuevo hito en la idea de progreso: toda la Humanidad quedaba incluida en los proyectos de futuro y la educación pasaba a jugar un papel fundamental en las transformaciones necesarias. De hecho la escuela en su sentido moderno nació al calor de estas ideas, estando llamada a llevar a toda la ciudadanía hacia la fraternidad universal.
Tras la explosión del Siglo de las Luces vendrá el s. XIX que supondrá el florecimiento y la plasmación en modelos sociales concretos de las semillas ideológicas del siglo anterior.
El progreso se convertía así en un dogma, en un axioma que no necesitaba demostración. Si Darwin había explicado científicamente la evolución biológica de las especies hacia formas más complejas y mejor organizadas, ¿cómo no ver en la evolución social de la Humanidad una sucesión de estadios progresivamente superiores? La Humanidad no habría perdido el Paraíso Terrenal sino que caminaba hacia él; era una cuestión de tiempo. El s. XIX, con un gran auge científico y técnico, con importantes éxitos en lo económico y político y con el nacimiento de doctrinas de un gran atractivo social, proporcionaba sólidos argumentos para un optimismo histórico sin precedentes.
El s. XX continuará la estela de los avances científico-técnicos extendiendo sus efectos a una gran mása de la población occidental; pero este mismo siglo mostrará la peor cara del ser humano provocando la mayor producción de dolor mediante el establecimiento de crueles regímenes políticos y de la explosión dos Guerras Mundiales.
Con este siglo se tambaleaba seriamente la noción de progreso que dábamos al principio.
(PM) A partir del artículo "El aguijón utópico" publicado en Peonza Nº 79-80.
[1] Bury, J: La idea
del progreso. Alianza Editorial. Madrid, 1971 (p. 14)
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